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El trono del poeta*

Por Rodolfo Ramírez Soto

Antes que nada debo advertir al desprevenido lector sobre este texto que, en honor a la verdad y por su contenido, bien podría ser catalogado dentro del tipo de escritos que brindan esa especie de conocimiento al que Don Bertrand Russell –Premio Nobel de Literatura en 1950– le dedicó todo un ensayo titulado: Conocimiento inútil.

Estas letras han sido reunidas no más que por haber notado la curiosa particularidad de que a muchos de mis conocidos, y a mí mismo por supuesto, se nos han ocurrido una cantidad considerable de buenas ideas –literarias o no, pero generalmente literarias– justo cuando nos encontramos sentados en el excusado; lo que definitivamente le da otro contexto a la bien conocida expresión popular: hacer del cuerpo.

¡La antigua Grecia!, cuna del pensamiento occidental, de su poesía, y además de un avanzado sistema higiénico destinado a la evacuación de los excrementos. Tal sistema hacía uso de unos aparatos muy similares a nuestros inodoros y se apoyaba en una red de canales mediante la cual se expulsaban las heces fuera de la ciudad. Los abuelos, como siempre ellos exagerados, cuentan que en Pérgamo el sistema funcionaba tan bien, ya que el agua corría de una manera tan copiosa y constante, que los ciudadanos además se acercaban a estos canales para lavarse las manos.

También es de Grecia, por supuesto, el inodoro más viejo que hasta el momento se ha encontrado: tiene más de 4000 años y fue descubierto en Creta –en el palacio de Minoan de Knossos–, el avejentado armatoste aquel constaba de un tazal, una cisterna y un canal de desagüe.

Evacuatorio público en la antigua Roma

Roma por su parte no se queda atrás; los romanos del siglo II antes de nuestra era, heredaron los canales griegos y los convirtieron en una sofisticada red que atravesaba la ciudad por completo. A esa red conectaron las mansiones de los patricios y fue así como lograron que la porquería saliera de la ciudad sin tener que salir de casa. No obstante, ante el aumento constante de su población, se vieron en la necesidad de contemplar la democratización de la evacuación de los excrementos. Tarea bastante complicada que les resultaba además costosa y les exigía una infraestructura arquitectónica y municipal demasiado intrincada. En otras palabras, no todos los romanos podían cagarla en casa. Sin embargo, a grandes problemas grandes soluciones: se decidió que ante la imposibilidad de ser individual, el acto de evacuar sería comunal.

Los evacuatorios, así nacidos y así nombrados, eran enormes recintos que poco a poco se transformaron en un importante punto de encuentro de toda la sociedad romana pues, como bien sabemos, con el paso del tiempo patricios y plebeyos se fueron igualando. Así entonces que  hombres y mujeres de todas las clases se descubrían a un mismo tiempo sentados todos y haciendo todos una misma fuerza; o mejor digamos, tirando todos para un mismo lado. Reuniones, no es de extrañar, que devinieron en agradables encuentros muy propicios para el desparpajo, el relajo y la tertulia. Estos contertulios, entre deyección y deyección, charlaban de los últimos acontecimientos ciudadanos, despotricaban de sus gobernantes, chismorreaban, intercambiaban invitaciones y seguramente hasta se daban ánimo en los momentos más difíciles. Lo que me permite especular que es muy probable que de allí provenga la bien conocida expresión –y muy mentada por demás–: hablar mierda.

Castillo de Coucy

Es en la Edad Media donde todo este maravilloso desarrollo higiénico se viene, literalmente, a tierra. Los europeos medievales, seguramente abrumados por la técnica y la escandalosa sociabilidad romana, apenas atinaron a mantener el tímido uso de un curioso adminículo bastante funcional, fácil de transportar y ante todo del que podían servirse en tranquila privacidad, al que en el latín de aquellos días denominaron: bacina.

La bacinilla o bacinica, aunque perfeccionada por los romanos en los siglos III y II antes de nuestra era, resultó ser más que nada un gigantesco paso atrás en lo que a la eliminación de nuestras inmundicias respecta, pues las recolectaba y las metía de nuevo en casa. Un problema del que egipcios, chinos y griegos, ya tenían conocimiento y al que habían tratado de dar solución restringiendo el uso de la misma nada más que a actividades de emergencia y apoyo, como por ejemplo el alivio de las urgencias nocturnas –quizá sea por aquella calidad de oportuno soporte que los sabios griegos se referían al elemento en mención con el curioso epíteto de: amigo–.

Lo cierto es que aunque funcional esta particular pieza resultaba poco práctica y engorrosa. Sin embargo, se ganó a pulso su puesto dentro del mobiliario casero del aseo personal y ocupó indefectiblemente su lugar –por algo más de veintidós siglos– bajo la cama de nuestros abuelos. No por nada hoy en día el utensilio aquel dispone de todo un museo –en España en una población llamada Ciudad Rodrigo ubicada al suroeste de la Provincia de Salamanca y muy cerca de la frontera con Portugal– que en ocho salas y mil trescientas veinte piezas exhibidas cuenta delicadamente los avatares de su historia.

No obstante, hay que decir que la historia del tiesto huele mal y se ve atravesada por la sempiterna contradicción entre lo público y lo privado, pues si bien es cierto que el vaso de cama recubrió de silencio e intimidad el ejercicio de expulsión de nuestras impurezas –convirtiéndolo en algo casi religioso–, al mismo tiempo lo volcó a las calles en tanto que a nuestros hermanos menores del Medioevo no se les ocurrió una mejor idea que vaciarlo frente a sus casas. Costumbre esta que propició graves epidemias de peste, cólera y tifus, además de, como se imaginarán, evidentes problemas de equilibrio y movilidad.

Ahora bien, si del cielo te caen limones… o lo que sea que te caiga, pues aprende a hacer algo con eso. Y eso fue exactamente lo que hicieron los valientes guerreros medievales quienes convirtieron a la mierda, no en limonada, pero sí en una de sus mejores armas de defensa. En conocidos castillos, como por ejemplo: el Castillo de Coucy, se distinguen claramente las aberturas horizontales que utilizaban soldados y caballeros para abrir fuego contra el enemigo, de las verticales, donde estos mismos caballeros y soldados –y claro, los demás ocupantes del castillo– mitigaban sus angustias corporales al “abrir fuego” y lanzar proyectiles que, aunque menos letales para el enemigo, contribuían enormemente al mantenimiento y buen funcionamiento de una de las primeras y más pestilentes barreras de seguridad del reino: su foso.

En aquellos oscuros días muy seguramente más de un parroquiano se gastó sus tristes treinta años –esperanza de vida para la época– atento a no embarrar sus pies en porquería y presto a buscar refugio a la voz de “agua va”, curioso aviso con el que se anunciaba que se hacía pública la corrosiva emulsión nacida de nuestra noche interior y que hoy en día, importado de España y afincado en México, aún podemos escuchar transformado en “aguas”, y si bien es cierto que ya no conserva su carga de inmundicia, aún preserva su carácter de advertencia o puesta sobre aviso de algo que se avecina, o mejor sería decir: que se nos viene encima. Valga aquí mencionar, a manera de dato curioso, que la expresión aquella era además usada en sus días como eufemismo para referir las tales funciones corporales: hacer aguas menores y hacer aguas mayores.

Es aquí donde hace su aparición la poesía y es aquí donde inicia su curiosa relación con el aparato que nos incumbe. Relación que perdurará hasta nuestros días, pues varios de ustedes coincidirán conmigo en que más de un poeta o poema que hemos leído, bien merece ser uno con el interior de un inodoro. Pero me desvío, retomemos…

En Inglaterra, durante ese gran momento del Renacimiento ingles llamado: periodo Isabelino, es donde todo acontece. Doña Isabel I, quien además fue también la primera en posar sus reales nalgas sobre un retrete –por lo menos en uno muy parecido al que conocemos actualmente–, tomó las riendas de su nación y logró instaurar un periodo de estabilidad política, cohesión interna y esplendor cultural, que propicio el desarrollo de los ingleses en diversos campos. Por supuesto, aquí solo mencionaremos dos: el urbano y el literario.

En cuanto a los adelantos urbanos (y sí, lo llamaré adelanto aunque no adelantara mucho), es en este periodo en el que se establece lo de las letrinas públicas un tanto alejadas de los sitios de vivienda y se retorna a lo de las acequias romanas, logrando hacer así un poco más efectivo el sistema aquel encargado de la indecorosa función innombrable de despedir los impúdicos desechos. En lo que respecta a la literatura y específicamente a la poesía, autores como: Edmund Spencer –conocido como el Príncipe de los Poetas–, Philip Sidney –responsable del célebre ensayo “Defensa de la poesía”– y Don William Shakespeare, son los escritores de mayor altura estética y renombre de la época. A su lado, brevemente mencionado en una antología de poetas del siglo XVI en la que se resalta que su obra rezuma intimidad y soledad, aparece Sir John Harington.

Sir John Harington por John Swaine
© National Portrait Gallery, London

Harington es hijo de un caballero al servicio de La Reina Virgen quien había contraído segundas nupcias con una de sus damas de honor, Isabel Markham; lo que le permitió al joven John ser uno de los 102 ahijados de Doña Isabel I y estudiar inicialmente –entre sus 13 y sus 18 años– en el internado Eton. Luego pasaría al King’s College, institución adscrita a la universidad de Cambridge en donde tuvo la oportunidad de estudiar bajo la tutela de John Still, un predicador litigante que llegaría a ocupar el cargo de Obispo de Bath y Wells, catedral que es conocida como “la más poética de las catedrales inglesas”.

En 1583, luego de haber adelantado sus estudios en leyes, John Harington regresa a Londres y se afilia a la firma Lincoln Inn, en donde pretende ejercer su carrera. No obstante, la actitud franca y sincera con la que se desenvolvía en la corte de su madrina, así como sus agradables conversaciones sobre poesía, le hicieron ganar bien pronto la gracia de esta y es ella misma quien lo anima y lo impulsa a dedicarse seriamente a la escritura. Recomendación que devendrá en semilla de varios enfrentamientos que surgirán entre los dos, pues el estilo de John resulta revelarse de tono subido y provocador.

Cuenta la leyenda que todo inició con una traducción que Harington realizara de una de las historias incluidas en el Orlando el furioso del poeta italiano Ludovico Ariosto. Historia que La Buena Reina Bess reprobó por considerarla lasciva e indiscreta para sus damas. Esa grosera selección le valió al poeta su primera condena al exilio. Sin embargo, aqueste bardo tendría permiso de retornar a su tierra natal en caso de que terminara completamente con el ejercicio que había iniciado. Castigo que muchos interpretaron como una clara demostración de la predilección que la Reina profesaba por el Joven John, pero que ella misma consideraba como un destierro definitivo en tanto que el poema en mención consta de 46 cantos que casi alcanzan los 40.000 versos de extensión, y no creía que la disciplina y rigurosidad de su amadrinado dieran para tanto.

Ocho años después, en 1591, el “ahijado desvergonzado” –como se le empezó a decir al poeta– retornaba a la ciudad con una versión en inglés de Orlando el furioso que en la actualidad aún se lee. Versión por demás que en su momento recibió elogios y debió ser reimpresa en dos ocasiones posteriores: 1607 y 1634.

Sin embargo, es la única obra de ficción nacida por completo de la sucia cabeza de Harintong, la que aquí nos atañe: Un nuevo discurso sobre un viejo sujeto, llamado La Metamorfosis de Ajax. En la cual desde el título empiezan los juegos de palabras, pues el poeta asocia el nombre del héroe “Ajax” con la expresión “a jakes”. Ésta última resulta ser una expresión que en la época se usaba para referirse coloquialmente a la letrina, y luego de La Metamorfosis de Ajax, se popularizará tanto más que el mismo Shakespeare la incluirá en la que muchos consideran la primera obra que el vate isabelino escribió: Trabajos de amor perdidos. Así entonces desde el anuncio mismo de su obra el poeta nos cuenta que cantará la transformación de la letrina.

El poema fue publicado en 1596 y consta de tres partes que fueron saliendo a la luz pública de manera sucesiva: Un nuevo discurso sobre un viejo sujeto, llamado La Metamorfosis de Ajax, Una anatomía de Ajax metamorfoseado y –el título que más me gusta– Ulises en Ajax. La metamorfosis inicia con un intercambio de correspondencia entre Philostilpnos –un hombre amante de la limpieza– y su primo Misacmos, un singular personaje que igualmente odia la suciedad. En la carta inicial Philostilpnos motiva a su primo para que haga pública su nueva invención… ¿Y cuál es esa invención? Sí señores, una letrina con tazal y un mecanismo de agua rasante del que, por supuesto, aparecen sus planos. ¿Y por qué debería hacerla pública? Porque así no sólo ayudaría a las grandes casas de los nobles e incluso a la de su Reina, sino que se convertiría en el gran benefactor de Londres, que se ahogaba y agonizaba en sus propios excrementos y malos olores, y de paso de todas las otras grandes ciudades populares, que estaban en las mismas.

El sistema diseñado por Harington, expuesto en La Metamorfosis de Ajax.

La Metamorfosis de Ajax fue considerado un texto indecente, irracional, estúpido, contrario a todas las reglas de la ciencia y, para colmo, de corte pantagruelístico. Es decir: extravagante y satírico. De hecho a Doña Isabel I siempre le pareció que su ahijado, y se lo andaba recriminando en sus constantes altercados, estaba influenciado y era admirador del tal francés ese llamado: François Rabelais. No obstante, esas impresiones no resultaron ser las que le generarían los mayores problemas a John.

Verán ustedes, hay ciertos temas que son temas “tabú”. Cosas de las que el colectivo, y la verdad nadie tiene muy claros los por qué, prefiere no hablar. Si un individuo los aborda, resulta suspicaz. La mierda es uno de esos temas y muy seguramente por eso fue que la primera acusación que recibió la metamorfosis de la letrina fue que era de esencia dual. (Como dato curioso valga anotar que no faltan estudios de numerosos eruditos, en su momento y hasta nuestros días, que intentan revelar qué era lo que en realidad Harington quería decir en su obra. El último que he leído asegura que quería decir lo que dijo)

La cuestión es ésta: la ciudad se ahoga en sus deposiciones, es abrazada por sus olores y allí sale el Joven John a decir, en los dos primeros versos de su trabajo:

“Para mantener dulces sus casas, limpien la cámara del excusado.

Para mantener dulces sus almas, reparen las fallas que han ocultado.”

Lo que hizo suponer que el poema encubría en la metáfora del excremento una crítica a la sociedad y por extensión a sus gobernantes. Idea que se reafirma al leer versos que plantean cosas como que nos cansamos del mal olor que nos enferma pero no hacemos nada por combatirlo. Y acto seguido propone medios para enfrentarlo en líneas de acción individual y de acción social, estas últimas que deberían ser apoyadas por el Estado. ¡Ah! ¿Qué le podía pasar a nuestro poeta? Pues lo que le pasó, que su Reina, nuevamente demostrando no ser tan rigurosa con él a pesar de los malos genios que le procuraba, lo mandó a la guerra.

Quizá fue la suerte de poeta la que permitiera que John Harington volviese vivo de su misión y además convertido en Sir John Harington. Y seguramente fue esa misma suerte mierda la que evito que se hubiese enriquecido, pues todo indica que lo que buscaba el tan estudiado poemita era más que nada ser un muy ingenioso catálogo de ventas, una especie avanzada para la época de publicidad poética que convenciera a todos de la necesidad de comprar he instalar en sus hogares, y ciudades, recordemos que eran dos las líneas de acción, el tan revolucionario aparatejo ideado por Sir John. Cuyo mayor logro, logro de poeta he de repetir, fue que por varios años y en honor a su memoria, los campesinos ingleses adoptaran la expresión: ir al John.

Una versión de éste artículo fue publicada inicialmente en la edición N° 9 de la revista Taller de la Hoja, bajo el título: El papel del inodoro en el desarrollo del pensamiento. Pgs 23 a 29 Bogotá – Noviembre / Diciembre de 2002

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